A veces me pregunto si hago bien en posponer estos anhelos,
meros resquicios de mi infantilidad, por el bien muy común del resto. Pero es
difícil prescindir de las cosas cuando se te pegan en las paredes mentales,
cuales células tumultuosas y afiebradas en cáncer.
Mirar para arriba solo hace bien cuando la luna se encuentra
llena, como en un intento muy loco, se inflan hasta sus cráteres, henchidos de
agua relente para bajar mi mente febril de sus sueños intrepidantemente
estúpidos. Me gustaría poder acercarme, ponerme en el inferior lugar que me han
dejado y sólo estrujarla hasta que la frescura ya sea una realidad y no un
sueño quemador de neuronas.
Me pierdo en esos cortos escapes que me dan el orden, o
mejor dicho, la falta del mismo. El lado intuitivo me atraviesa con su sistema
de pocas recompensas y continuos castigos. El único premio (si así se puede
identificar) que me da mi comprensión es el gozo de la limpieza. Si me empeño
lo suficiente no se me escapa ni una superficie que esté a mi alcance. Ensimismamientos
y mugre se fraguan en un vínculo gastado por ser simbiótico, percudidos en
líquido amniótico de esta bolsa fluida destruida; corroída por la infecciosa
realidad que vuelve a los arrebatos con acción precursora, con venganza
anticipada. Me repugna hasta lo más profundo el
cuadro fotográfico que disuade a uno de salirse de la tríada esencialista,
santo hogar que invoca a Demos y Fobos con total sutileza pero resultados
totalmente fatalistas.
En carne viva, despojada, enfrascada
como tumor originalísimo en un sector privado de mis rincones. Con
anterioridad, entre desvelos y en tránsito, espectacularmente, las horas
corrían por el frenesí de las ganas y la euforia. Y es que siento la familiar y angustiante incomodidad al
recordar (y reconocer) que solía formar parte de aquel grupo hacinado en un
futuro autocompasivo y monotemático, donde la quimioterapia fugazmente rabiosa
de botellas vacías y sabanas arrunchadas es la estrella del bajo presupuesto. Hoy, ahora, en esta interminable hora, en vano se
escapan los suspiros cuando no me entretienen los respiros.
Existo a través de mi nombre,
no por mis formas. Existo a través de la altura del vuelo hipnótico de mi
sentido común, no por la simpleza emotiva de mi garganta rasgada en sombras.
Existo para cumplir el día a día, no para terminar la infinita lista de deseos terminalmente
cancerígenos. Antes de olvidarme entre fechas y
extractos con esencias a muerte fresca, tengo que evitar que el monstruo vuelva
en sí, que crezca a la par de mis desmanadas desilusiones-cuervos.
Incesantemente, avidez con alas y picos, invasivos, putrefactos, defactos. No
hay acto más fálico que este. Es por ello que
ya dejó de ser halago mi modo sensible de reflexionar, mi inmundo torniquete
mental. Ya lo dije y lo repito, me angustia el reconocimiento, me impide
mezclarme con los ceros. Ahora el unividuo es mi tara promediable.
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